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martes, 7 de febrero de 2017

Lobo suelto, cordero atado

Mas allá de las implicancias tácitas del título de esta entrada, con el álbum doble de 1993 de Patricio Rey y su redonditos de ricota, me gustaría ahondar en el pensamiento de la comunicación en el mundo del vino. 

Hay lobos y hay corderos? Quien es el bueno? Quien el malo? Quien es valiente o quien cobarde?
Por supuesto la respuesta políticamente correcta es: “No creo que se trate de lobos y corderos, ni que tampoco existan valientes y cobardes, lo importante es disfrutar y que el vino sea un canal de unión, bla, bla ,bla”

Escucho hablar y disertar sobre la comunicación, los blogs, los agentes de prensa, los justos, los mala leche, etc.. Pero también pienso en mi trabajo diario que en gran parte se trata de comprar productos para la industria y tratar con mas de 70 proveedores, en su mayoría metalúrgicas. Debo aclarar que no son nenes de pecho los metalúrgicos, por el contrario es uno de los gremios mas combativos y con mas ingerencia en la vida de cada ser humano. Si tienen alguna duda, piensen cuantas cosas que los rodean a diario están hechas de metal.

En mi trabajo y con lo que me gano la vida, debo cada día decirle a un empresario metalúrgico que alguno de sus productos no superan el estándar de calidad, si un fresado está mal hecho es comprobable para cualquiera que tenga un poquito de experiencia, si una rosca 5/32 whitworth está desfasada también es fácilmente comprobable. Y por mas que lloren y pataleen, la respuesta es siempre la misma, “está mal hecho, le erraste” “no podés soportar 1000 kilos con un bulón de 5 milímetros por mas noble que sea el material o por mas buena persona que sea el operario que fabricó la pieza”. Hasta el momento ninguno se ha enojado por decirles que le erraron en su trabajo, que lo que hicieron no está bien, por supuesto fundamentado. A lo sumo te ganas el mote de hincha pelotas.

Me gusta relacionar este pensamiento con el mundo del vino, porque también es una industria, aunque diferente pero industria al fin, el que crea que son artistas o gurús que se sientan en la montaña a recibir un designio místico de la naturaleza, naturalmente no está en sus cabales.

Existe mucho prurito por parte de los que comunican en el mundo del vino, a exponer falencias o errores, argumentando que sería una falta de respeto al trabajo de las personas que lo producen o que personalmente prefieren solo opinar de lo que les gusta, como si esto tuviera un valor diferencial.

Y NO ESTOY HABLANDO DE ESTILOS NI DE DISEÑOS. Pienso en blancos que solo tienen gusto a madera y nada más, algunos tintos que son tan ácidos o alcohólicos que no podés tomar mas de un sorbo. En botellas que cuestan 3 jornales de un operario promedio. En bodegas millonarias y finqueros fundidos, etc, etc, etc.. Hay mucho para pensar.

Pero mientras sigamos pensando que el que hace una crítica negativa sobre un vino, es un lobo estepario,  un mala leche a sueldo o un loquito que solo quiere destruir a un pobre y noble montañés, creo que vamos mal. No solo atañe a los que comunican, también entran en la bolsa los canales de venta, sea vinotecas, supermercados o almacenes especializados en bebidas, que por lo bajo te pueden llegar a decir que tal o cual vino no está bien pero casi nunca lo comunican a sus proveedores.

Lamentablemente poco ha cambiado, sigue faltando profesionalismo en la crítica, los blogs se escudan en su amateurismo, la prensa especializada no existe o no tiene credibilidad.

Pero lo que asusta no es eso, si no que como en un fascismo arcaico, solo se debe comunicar lo que nos produce placer o lo que nos gusta. Parece que lo demás no importa, no vaya a ser cosa que se ofenda tal o cual, seamos libres en tanto y en cuanto opinemos que todo está bien.


Mientras sigamos así, nada va a cambiar. 
Que viva la Pepa!!!

martes, 23 de agosto de 2016

Hasta el próximo tren Don Ludo, o hasta que se acabe el Borgoña

Cuando éramos jóvenes jugábamos a la pelota, jugar el futbol parecía algo mas serio. El futbol tenia reglas bastante estrictas, un referí, dos lineman, dos tiempos y un entretiempo, off side, etc.. Parecía complejo que un juego con la misma finalidad, fuera tan diferente, pero la mente se va acostumbrando y sabe hacer las diferencias del caso.

Nosotros jugábamos en potreros, mitad césped, mitad tierra. A veces con arcos pero nunca con red, los límites del campo de juego eran casi imaginarios, por supuesto no existía el off side ni el referato. Pero en aquellos años y gracias al cabezón Hernández, dimos con una cancha que nos seducía a todos.

Estaba en Adrogué, contra las vías, del lado oeste, entre la barrera de Nother y la de San Martín. Era un predio en que los bancarios jugaban una liga cada 15 días pero como el cuidador era conocido del padre de Hernández, nos dejaba jugar cada tanto. El lugar era medio picante, pero la cancha era una locura, tenía las medidas reglamentarias, toda de césped y delimitada con cal como las profesionales, arcos pintados y con red. Ahí jugábamos con botines con tapones, era casi un lujo en aquellos años y hasta una aventura.

El cuidador era un tal Ludomir Anselmo Fonseca, un caboverdiano que hablaba mas en portugués que en castellano. Había jugado en San Lorenzo hasta la tercera y su carrera fue truncada por una rotura de meniscos que le propinó el legendario arquero de River, José “perico” Pérez en una salida desafortunada. Fue el primer tipo negro que vi en mi vida y la primera persona capaz de tomar 3 botellas de vino en una hora y media.

Don Ludo, era una gran persona, amable, respetuoso, apasionado del futbol, siempre con algún consejo enriquecedor, nos gustaba escuchar sus historias de futbolista frustrado, de su Cabo Verde natal, de la pobreza en los conventillos de la Boca y de sus desamores. Era un ser de luz, esos tipos buenazos que por lo general no tienen suerte. 

En aquella cancha nos sentíamos mas cerca de ser futbolistas que de meros jugadores de pelota, para nosotros era como jugar en el monumental o en la bombonera, aquel campo tenía cuidados a los que no estábamos acostumbrados y nos sentíamos realmente privilegiados. Y Ludomir siempre nos recordaba "Jueguen bien muchachos, las vias del Roca los están mirando". Esto viene a cuento que el futbol argentino y el Roca tienen mucho en común, gran parte de la historia se hizo a largo de esas vias.

El trato era claro, jugábamos 5 trenes. Como la cancha estaba contra las vías y el roca que iba hacia Burzaco pasaba cada 14 minutos, el tipo decía que al quinto tren se terminaba el partido. Nosotros en modo de agradecimiento cada vez que íbamos le llevábamos 2 botellas de Bianchi borgoña, era el vino que a Ludomir le gustaba. Parecía casi un ritual que cuando empezábamos a jugar don Ludo se sentaba al costado de la cancha con su silla, su vaso y su botella de borgoña a mirar el partido, mientras daba indicaciones a los dos equipos y a la vez oficiaba de árbitro en jugadas dudosas. Le gustaba el futbol con locura pero también el vino. Fuimos con el tiempo observando que en esos 70  minutos se terminaba las 2 botellas que le llevábamos.

Un día el gallego Sánchez propuso de llevar 3 botellas para estirar el encuentro y como reconocimiento al gran favor que Ludomir nos hacía. Y así lo hicimos.
La próxima vez que fuimos a jugar, el partido estaba cerrado y empatado, ya había pasado el quinto tren, pero algunos empezamos a decirle “hasta el próximo tren Don Ludo” y Don Ludo descorchando la tercer botella,  respondió “Está bien, jueguen hasta que se acabe el borgoña”.


martes, 13 de octubre de 2015

Tacuil, un viaje de ida

Hace ya mas de tres años escribí ESTO y la verdad que no he cambiado de parecer. Los vinos de Tacuil son únicos e irrepetibles. Los conozco desde hace mas de una década y desde el primer instante, sentí que estaba ante algo diferente, esta bodega en aquellos tiempos hacia cosas que se contradecían con el mainstream. Si bien sus vinos eran muy maduros y cargados, les sobraba alcohol pero les faltaba esa divina y sacra barrica que todos añoraban por aquellos años.

Me costaba un poco entender porque esos vinos no tenían sabor a vainilla o café, parecía un descuido del enólogo que pecaba de inocente. Resulta que el inocente era yo, Don Dávalos tenía muy claro lo que quería para sus vinos y pude descubrir su filosofía de la mano de Pancho Morelli Rubio, en una degustación que me hizo creyente de los vinos de Tacuil.


Desde aquel día me dije que en algún momento debía recalar en Molinos para comprobar si era tan así como Pancho decía que se hacían los vinos.

En mayo pasado pude constatarlo. Gracias a mis amigos tucumanos que movieron un par de hilos, logramos acceder a la finca donde se encuentra la bodega. El mismo hijo de Don Dávalos, Raúl Yeyé Dávalos y Daniel Ibarguren (agrónomo de Altupalka), nos vinieron a buscar a Cafayate para emprender el largo viaje de mas de tres horas hasta Molinos.

El viaje en si mismo vale la pena, la cruda belleza del noroeste argentino, se deja ver sin tapujos por estos lares. Lugares que parecen perpetuados en el tiempo, donde no hay por momentos red celular ni electricidad, tan solo montañas, cabras, cardones y alguna tapera humeante en el horizonte. Belleza en su expresión mas natural y auténtica, ya que la  mano del hombre poco la ha modificado.
Después de algunas horas de viaje por el árido desierto llegamos a Tacuil y fue como llegar a un oasis. Rodeado por un cordón montañoso uno constata que se trata de un microclima, ya que se ve todo verde, el paisaje cambia, hay árboles, sembrados, viñas, rastros de humanidad.

Lo primero que se me vino a la mente fue, “Que carajo hacen estos tipos acá?” “Si a mi me regalan la tierra, la vid, la mano de obra y la bodega, ni borracho hago vino en un lugar tan inhóspito”
Llegamos y recorrimos fincas, visita a la bodega y luego a charlar con Yeyé y con Daniel. Probar todos los vinos de Tacuil y Altupalka y seguir de charla. Constatar que no hay electricidad, ni equipo de frio, tampoco hay sala de barricas ni laboratorio.

El año pasado el gran Guti no puntuó muy bien los vinos de Tacuil. Este año le tiró un montón de puntos y no creo que sea casualidad,  los vinos que de allí salen poco cambian año a año. Tal vez tenga que ver que Luis Gutierrez este año pudo visitar la bodega y seguramente el entorno le transmitió otras cosas.
Mi independencia de criterio también reside en poder ver que hay sitios que tienen cierta magia y la cualidad de atravesarnos, seas un crítico de clase mundial o un cuatrocopista como yo.

Así como pensaba, Tacuil es un lugar único e irrepetible, de una altura extrema, con un clima extremo y con hombres y mujeres que tienen un temple especial, una cualidad que a uno lo hace sentir un ser inferior. Cuando me quejo por el tránsito de la ciudad o los baches que Scioli nos ha regalado, pienso 20 segundos en Molinos y se me pasa un poco, mis traspiés diarios parecen una estupidez al lado de las dificultades que los pobladores de esa zona viven día a día.

De los vinos que allí se dan, poco uno puede decir, a mi me encantan y los sigo eligiendo desde hace mucho. En pocas palabras, quien soy yo para decirle a esos tipos lo que de estaría mas a mi gusto, si ni siquiera soy capaz de correr 100 metros en esa altura.

Lo único que puedo decir de los vinos de Tacuil y de Altupalka es que son vinos diferentes, vinos que pueden encantar o decepcionar, pero de una gran calidad y con un sello único e irrepetible. El mejor elogio que puedo hacerles es que siempre están en mi cava.

Gracias a Daniel, Yeyé, Silvio, Leandro, Julio y Elena por haberme dejado compartir una experiencia que jamás olvidaré.


Salud y larga vida a los vinos de Molinos!!!

jueves, 8 de octubre de 2015

Resero Blanco Sanjuanino, el vino que mató a Mamaía

Mamúa: Estado de intoxicación producido por la ingesta de alcohol, que provoca una alteración de la conciencia y de las facultades mentales y físicas.
Ámbito: Argentina, Uruguay
Uso: Vulgar
Sinónimos: ebriedad, borrachera.

Entre los 11 y los 15 años fui asiduo concurrente del campito de Nicolussi. Así llamábamos en aquellos tiempos un terreno baldío que comprendía aproximadamente  1750 m2, sobre la
calle Cerrito, entre Campos y Brito. No sé a ciencia cierta los orígenes de este descampado, lo que si sé, es que ahí se juntaban pibes y adultos de 2 km a la redonda, tan solo para jugar al fútbol.

Era el potrero soñado por cualquier pibe del mundo. Verde césped, llano y sin pozos. Allí no molestaba la policía, ni los vecinos, ni nadie. Era tierra de pibes y de fútbol.
Un grupo de adultos había armado una cancha de 11 y como todavía quedaba mucho terreno, los chicos improvisamos una cancha de 8 y dos de 5. El campito reunía de lunes a viernes a pibes de varios colegios cercanos. Yo iba al colegio de curas a unas 5 cuadras, pero enfrente estaba la 73, a siete cuadras la 30 y a unas quince la 45, esas son algunas que recuerdo pero seguramente había más.

Esta semana pude enterarme de los detalles de una historia que viví en aquel campito y que equívocamente había mal entendido.

En aquellos años de mi infancia y pre adolescencia, los pibes teníamos potreros a montones, nuestra única preocupación era el clima y la cantidad de horas que podríamos jugar a la pelota. Una vez a la semana nos tocaba ir a Nicolussi. Ese potrero era algo especial. Allí no jugaba cualquiera, había que tener una cierta calificación para que te elijan en el pan y queso. Todas las tardes se llenaba de pibes pero pocos eran los que jugaban en la mejor canchita. Con los años entendí que yo fui uno de los elegidos, a mí siempre me elegían, no en el primer escalafón, pero si después de Cartucho, el Hacha Castro y Tirifilo. Ahí me conocían como el Rusito y cada vez que iba jugaba en la cancha central.

Todos los días luego de empezado el partido aparecía el negro Mamaía y se metía a jugar de prepo, así de guapo echaba al que peor jugaba o al que no le caía en gracia.
Mamaía (deformación gentilicia de mamúa) era mucho mas grande de edad que nosotros, trabajaba en la textil de Levalle, cuando salía pasaba de camino a su casa y siempre se quedaba a jugar. Nadie le decía que no, el negro era crack y muy denso. Era un indio grandote, de ojos saltones inyectados en sangre, cara ancha y boca grande, cabezón y de pelo largo y pajoso. Nunca supe su nombre hasta hace poco, pero jamás olvidaré los interminables picados que compartimos en aquellos años.

Mamaía había jugado en Lanús, en Temperley y en Banfield. Decía que de Lanús se fue porque el colectivo 239 tardaba mucho y por la misma razón no fue mas a Temperley, aducía que el 278 daba mucha vueltas. Terminó recalando en Banfield porque le quedaba cerca y podía ir caminando. La cuestión que no siguió porque le resultaba aburrido ir a entrenar y cada tanto tiraba que eran todos troncos.
Es de los pocos tipos que vi en mi vida que pueden tirar un caño de ida y vuelta y salir gambeteando como si nada.  En todos los picados que pude jugar con él, nunca vi que le sacaran la pelota. El negro jugaba los torneos de sábado y domingo con los grandes y en esa época se decía que hacía 3 años que no perdía una pelota en el mediocampo.

Mamaía jugaba de cinco o de centro has (centre half), pero en realidad jugaba de todo, defendía y atacaba de la misma manera y nunca, pero nunca, perdía una pelota. Si bien no era de hacer muchos goles, cuando llegaba con pelota dominada cerca del area, no erraba, la ibas a buscar al fondo de la red y la llevabas al medio para sacar. Jugó un montón de tiempo con nosotros y creamos cierto vínculo, de hecho íbamos a verlo jugar los sábados o los domingos. El negro era todo un espectáculo en sí mismo. Vago, canchero, dotado, dueño de un talento único. Casi que no corría, jugaba al futbol como a él le gustaba y marcaba siempre la diferencia. Era de esos tipos que habían dominado al futbol y no el futbol a él.

Mamaía tenía siempre aliento a vino, en su bolso marrón de cuero, siempre había una botella de Resero blanco sanjuanino. Entre jugada y jugada, se hacía una escapada hasta el arco y le daba un par de sorbos al vino, así, del pico, era un indio el tipo. Una vez que terminaba el picado se sentaba al lado del arco y se bajada de un solo sorbo lo mucho o poco que quedaba en la botella.

Un día como tantos mientras jugábamos, el negro hizo una jugada de antología, arrancó de media cancha en sector izquierdo con un caño al 4 contrario, empezó a gambetear en diagonal y metió un pique diabólico hasta la medialuna, frenó, enganchó y salió para la izquierda para frenar y perfilarse de derecha al arco y sacar un derechazo con mucha rosca que se clavó en el segundo palo del arquero. Golazo. Pero Mamaía había quedado tendido en el césped a la altura del punto penal. Varios se acercaron y el tipo no respondía. El turco fue a lo de doña Bebinda a buscar agua pero ni así reaccionaba. Tratamos por todos los medios de reanimarlo pero nada. No sé cómo ni en que momento, alguien fue a buscar una ambulancia y en unos 45 minutos cayó una Ford ranchero con cabina, de color blanca y con una licuadora encima. Se lo llevaron muerto.

El impacto fue terrible, todos le echábamos la culpa al vino. El Resero lo había matado. En nuestra mente quedó que el futbol y el vino no son buenos amigos, sin embargo este tipo solo jugaba cuando estaba pasado de copas.

Hace unos días y por cuestiones laborales el negro Mamaía volvió a mi mente. Me encontré con un familiar suyo y luego de rememorar anécdotas de la infancia,  me contó que Alberto era cardiaco de nacimiento, que en realidad tenía prohibido jugar al futbol y que correr mas de una cuadra era peligroso para su salud. Nunca le hizo caso, parecía que su vida fue parte de una elección.
Me quedé pensando que si Alberto se hubiese cuidado, sin fútbol, sin vino, al calor de una estufa y en la seguridad de las penumbras de su casa de Banfield, tal vez hoy estaría vivo.

Prefiero y celebro creer, que él eligió vivir así su vida, morir en un potrero en la llanura desaforada con el sol dándole en la jeta, con aliento a vino y metiendo un gol de antología para los pibes.


En memoria de Alberto “Mamaía” Torres, QEPD crack.