Cuando era pequeño y volvía del colegio caminando, esos 1200
metros que me separaban de mi hogar estaba plagado de aromas de cocina. Era el
mediodía y casi todas las mujeres de la década del 70 cocinaban a esa hora
esperando la llegada de sus hijos, o bien, quedaban resabios de la comida que
acababan de servir para los que iban a la escuela del turno tarde. La realidad
es que tengo una fijación casi enfermiza con los aromas y desde muy temprana
edad, todo lo que iba a ingerir me lo llevaba a la nariz como si de ello
dependiera la ingesta. Por aquellos días de mi infancia me era muy fácil
reconocer lo que había para comer en casa antes de cruzar el portón y esos
aromas, muchas veces, eran los que determinaban mi humor previo al almuerzo.
Esto viene a cuento para explicar lo que los aromas son en
mi vida, pueden hacerme sentir cómodo y a gusto, o todo lo contrario si no son
de mi agrado. Así me ha pasado en varias
ciudades y sitios que he visitado. Hay ciudades que huelen raro, en las que no
me hallo y por consiguiente, no puedo sentirme a gusto en un lugar que no me
gusta como huele. En mi último viaje a Italia me ha ocurrido algo sorprendente,
la mayor parte del tiempo me he sentido como en casa y mucho tiene que ver con
los aromas de la cocina y del vino.
Tanto en Florencia, Roma y en casi toda la región de Le
Marche, he reconocido aromas que me hacían sentir como en mi tierra, muchos
actuales, otros de mi niñez. No así en Venecia, Bologna o Siena.
Para no ser tan extenso quiero referirme a mi estancia en
Porto San Giorgio y en cada ciudad de la región de Le Marche que pude visitar.
La comida y el vino fueron factores fundamentales de mi bienestar en éste
sentido. Además de la calidad de las pastas, carnes, pescados y verduras que
hay en los mercados, me tocaron en suerte grandes cocineras. Otro tema fueron
los aromas, las especias como el romero, salvia, orégano fresco, menta, laurel,
etc., eran los perfumes que me acercaban a casa, en cada almuerzo o cena en mi
periplo por la zona.
Con el vino me sucedió algo parecido, si bien probé
vinos a las que no estoy acostumbrado
como lo son: Rosso Piceno, Rosso Piceno Sup. DOC, Falerio dei Colli Ascolani
DOC, Offida Pecorino Doc, Offida Passerina Doc, Colli Maceratesi DOC - Marche
Rosso IGT, Serrapetrona DOC, Vernaccia di Serrapetrona DOCG, Rosso Conero DOC,
Lacrima di Morro D'Alba DOC, Verdicchio di Matelica DOC y Verdicchio dei
Castelli di Jesi DOC, en casi todos sentí una nota familiar, casi argentina.
Los vinos de Le Marche no son por lo general vinos de
concurso, por el contrario, están muy lejos de serlo, para que se den una idea,
son pocos los bodegueros que conocen a Antonini o Pagli, en esta zona se hacen
vinos para los marquillanos, porque entre otras razones, son muy localistas. Por
supuesto que hay vinos que me gustaron mas que otros, no puedo olvidarme del Rosso Piceno de
Velenosi, el Montepulciano y el Pecorino
de Dianetti, el Verdicchio dei Castelli
di Jesi de Villa Bucci, el Rosso Cónero de Le Terrazze o el Falerio de Cherri,
por citar algunos.
Hay un orgullo y una necesidad de pertenencia que me ha
resultado extraña y emotiva. Por ejemplo, los barolos, brunellos, supertoscanos
y demás, parecen extraños para los habitantes de esta zona, como si estos
grandes vinos de Italia fueran extranjeros.
He cosechado una anécdota que lo grafica de manera algo
graciosa.
Un domingo, un primo me lleva a comer al restaurante
de sus cuñados en Santa Vittoria, entre los vinos de exposición había un
Sassicaia, le pregunto al dueño cuánto cuesta beberlo en la mesa y me responde
que sale 200 euros, a lo que mi primo exclama “200 euros por un vino”, el
cuñado le responde sin sacar la mirada del noticiero, “no es un vino, es
Sassicaia, a los americanos les encanta”. Previamente había seleccionado en la
cava del restaurante un Tignanello 98 para el almuerzo, luego de esa sentencia
no me atreví a sugerirlo.
Ese día comí como si fuera el último de mis días, lo que me traían
lo devoraba sin preguntar, los aromas y
los sabores, me llevaban a un lugar de sumisión donde solo podía engullir y
decir “grazie”. Por supuesto almorzamos con un Rosso Piceno, uno de esos tintos
austeros y minerales, donde prima la frescura y la fluidez. No recuerdo la
etiqueta, la miré pero no la retuve, porque no importaba, ese día el vino no
era protagonista como lo es para mi casi siempre. Ese día fue parte de un
conjunto de aromas y sabores, que se mezclaban con las charlas y las risas.
No sé si entendí algo de lo que el vino es para Le Marche y
sus habitantes, sé que es parte de su paisaje y su cultura. No sé si fueron los
aromas y los sabores. Pero si les aseguro, que lo pude disfrutar.