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martes, 13 de octubre de 2015

Tacuil, un viaje de ida

Hace ya mas de tres años escribí ESTO y la verdad que no he cambiado de parecer. Los vinos de Tacuil son únicos e irrepetibles. Los conozco desde hace mas de una década y desde el primer instante, sentí que estaba ante algo diferente, esta bodega en aquellos tiempos hacia cosas que se contradecían con el mainstream. Si bien sus vinos eran muy maduros y cargados, les sobraba alcohol pero les faltaba esa divina y sacra barrica que todos añoraban por aquellos años.

Me costaba un poco entender porque esos vinos no tenían sabor a vainilla o café, parecía un descuido del enólogo que pecaba de inocente. Resulta que el inocente era yo, Don Dávalos tenía muy claro lo que quería para sus vinos y pude descubrir su filosofía de la mano de Pancho Morelli Rubio, en una degustación que me hizo creyente de los vinos de Tacuil.


Desde aquel día me dije que en algún momento debía recalar en Molinos para comprobar si era tan así como Pancho decía que se hacían los vinos.

En mayo pasado pude constatarlo. Gracias a mis amigos tucumanos que movieron un par de hilos, logramos acceder a la finca donde se encuentra la bodega. El mismo hijo de Don Dávalos, Raúl Yeyé Dávalos y Daniel Ibarguren (agrónomo de Altupalka), nos vinieron a buscar a Cafayate para emprender el largo viaje de mas de tres horas hasta Molinos.

El viaje en si mismo vale la pena, la cruda belleza del noroeste argentino, se deja ver sin tapujos por estos lares. Lugares que parecen perpetuados en el tiempo, donde no hay por momentos red celular ni electricidad, tan solo montañas, cabras, cardones y alguna tapera humeante en el horizonte. Belleza en su expresión mas natural y auténtica, ya que la  mano del hombre poco la ha modificado.
Después de algunas horas de viaje por el árido desierto llegamos a Tacuil y fue como llegar a un oasis. Rodeado por un cordón montañoso uno constata que se trata de un microclima, ya que se ve todo verde, el paisaje cambia, hay árboles, sembrados, viñas, rastros de humanidad.

Lo primero que se me vino a la mente fue, “Que carajo hacen estos tipos acá?” “Si a mi me regalan la tierra, la vid, la mano de obra y la bodega, ni borracho hago vino en un lugar tan inhóspito”
Llegamos y recorrimos fincas, visita a la bodega y luego a charlar con Yeyé y con Daniel. Probar todos los vinos de Tacuil y Altupalka y seguir de charla. Constatar que no hay electricidad, ni equipo de frio, tampoco hay sala de barricas ni laboratorio.

El año pasado el gran Guti no puntuó muy bien los vinos de Tacuil. Este año le tiró un montón de puntos y no creo que sea casualidad,  los vinos que de allí salen poco cambian año a año. Tal vez tenga que ver que Luis Gutierrez este año pudo visitar la bodega y seguramente el entorno le transmitió otras cosas.
Mi independencia de criterio también reside en poder ver que hay sitios que tienen cierta magia y la cualidad de atravesarnos, seas un crítico de clase mundial o un cuatrocopista como yo.

Así como pensaba, Tacuil es un lugar único e irrepetible, de una altura extrema, con un clima extremo y con hombres y mujeres que tienen un temple especial, una cualidad que a uno lo hace sentir un ser inferior. Cuando me quejo por el tránsito de la ciudad o los baches que Scioli nos ha regalado, pienso 20 segundos en Molinos y se me pasa un poco, mis traspiés diarios parecen una estupidez al lado de las dificultades que los pobladores de esa zona viven día a día.

De los vinos que allí se dan, poco uno puede decir, a mi me encantan y los sigo eligiendo desde hace mucho. En pocas palabras, quien soy yo para decirle a esos tipos lo que de estaría mas a mi gusto, si ni siquiera soy capaz de correr 100 metros en esa altura.

Lo único que puedo decir de los vinos de Tacuil y de Altupalka es que son vinos diferentes, vinos que pueden encantar o decepcionar, pero de una gran calidad y con un sello único e irrepetible. El mejor elogio que puedo hacerles es que siempre están en mi cava.

Gracias a Daniel, Yeyé, Silvio, Leandro, Julio y Elena por haberme dejado compartir una experiencia que jamás olvidaré.


Salud y larga vida a los vinos de Molinos!!!

jueves, 8 de octubre de 2015

Resero Blanco Sanjuanino, el vino que mató a Mamaía

Mamúa: Estado de intoxicación producido por la ingesta de alcohol, que provoca una alteración de la conciencia y de las facultades mentales y físicas.
Ámbito: Argentina, Uruguay
Uso: Vulgar
Sinónimos: ebriedad, borrachera.

Entre los 11 y los 15 años fui asiduo concurrente del campito de Nicolussi. Así llamábamos en aquellos tiempos un terreno baldío que comprendía aproximadamente  1750 m2, sobre la
calle Cerrito, entre Campos y Brito. No sé a ciencia cierta los orígenes de este descampado, lo que si sé, es que ahí se juntaban pibes y adultos de 2 km a la redonda, tan solo para jugar al fútbol.

Era el potrero soñado por cualquier pibe del mundo. Verde césped, llano y sin pozos. Allí no molestaba la policía, ni los vecinos, ni nadie. Era tierra de pibes y de fútbol.
Un grupo de adultos había armado una cancha de 11 y como todavía quedaba mucho terreno, los chicos improvisamos una cancha de 8 y dos de 5. El campito reunía de lunes a viernes a pibes de varios colegios cercanos. Yo iba al colegio de curas a unas 5 cuadras, pero enfrente estaba la 73, a siete cuadras la 30 y a unas quince la 45, esas son algunas que recuerdo pero seguramente había más.

Esta semana pude enterarme de los detalles de una historia que viví en aquel campito y que equívocamente había mal entendido.

En aquellos años de mi infancia y pre adolescencia, los pibes teníamos potreros a montones, nuestra única preocupación era el clima y la cantidad de horas que podríamos jugar a la pelota. Una vez a la semana nos tocaba ir a Nicolussi. Ese potrero era algo especial. Allí no jugaba cualquiera, había que tener una cierta calificación para que te elijan en el pan y queso. Todas las tardes se llenaba de pibes pero pocos eran los que jugaban en la mejor canchita. Con los años entendí que yo fui uno de los elegidos, a mí siempre me elegían, no en el primer escalafón, pero si después de Cartucho, el Hacha Castro y Tirifilo. Ahí me conocían como el Rusito y cada vez que iba jugaba en la cancha central.

Todos los días luego de empezado el partido aparecía el negro Mamaía y se metía a jugar de prepo, así de guapo echaba al que peor jugaba o al que no le caía en gracia.
Mamaía (deformación gentilicia de mamúa) era mucho mas grande de edad que nosotros, trabajaba en la textil de Levalle, cuando salía pasaba de camino a su casa y siempre se quedaba a jugar. Nadie le decía que no, el negro era crack y muy denso. Era un indio grandote, de ojos saltones inyectados en sangre, cara ancha y boca grande, cabezón y de pelo largo y pajoso. Nunca supe su nombre hasta hace poco, pero jamás olvidaré los interminables picados que compartimos en aquellos años.

Mamaía había jugado en Lanús, en Temperley y en Banfield. Decía que de Lanús se fue porque el colectivo 239 tardaba mucho y por la misma razón no fue mas a Temperley, aducía que el 278 daba mucha vueltas. Terminó recalando en Banfield porque le quedaba cerca y podía ir caminando. La cuestión que no siguió porque le resultaba aburrido ir a entrenar y cada tanto tiraba que eran todos troncos.
Es de los pocos tipos que vi en mi vida que pueden tirar un caño de ida y vuelta y salir gambeteando como si nada.  En todos los picados que pude jugar con él, nunca vi que le sacaran la pelota. El negro jugaba los torneos de sábado y domingo con los grandes y en esa época se decía que hacía 3 años que no perdía una pelota en el mediocampo.

Mamaía jugaba de cinco o de centro has (centre half), pero en realidad jugaba de todo, defendía y atacaba de la misma manera y nunca, pero nunca, perdía una pelota. Si bien no era de hacer muchos goles, cuando llegaba con pelota dominada cerca del area, no erraba, la ibas a buscar al fondo de la red y la llevabas al medio para sacar. Jugó un montón de tiempo con nosotros y creamos cierto vínculo, de hecho íbamos a verlo jugar los sábados o los domingos. El negro era todo un espectáculo en sí mismo. Vago, canchero, dotado, dueño de un talento único. Casi que no corría, jugaba al futbol como a él le gustaba y marcaba siempre la diferencia. Era de esos tipos que habían dominado al futbol y no el futbol a él.

Mamaía tenía siempre aliento a vino, en su bolso marrón de cuero, siempre había una botella de Resero blanco sanjuanino. Entre jugada y jugada, se hacía una escapada hasta el arco y le daba un par de sorbos al vino, así, del pico, era un indio el tipo. Una vez que terminaba el picado se sentaba al lado del arco y se bajada de un solo sorbo lo mucho o poco que quedaba en la botella.

Un día como tantos mientras jugábamos, el negro hizo una jugada de antología, arrancó de media cancha en sector izquierdo con un caño al 4 contrario, empezó a gambetear en diagonal y metió un pique diabólico hasta la medialuna, frenó, enganchó y salió para la izquierda para frenar y perfilarse de derecha al arco y sacar un derechazo con mucha rosca que se clavó en el segundo palo del arquero. Golazo. Pero Mamaía había quedado tendido en el césped a la altura del punto penal. Varios se acercaron y el tipo no respondía. El turco fue a lo de doña Bebinda a buscar agua pero ni así reaccionaba. Tratamos por todos los medios de reanimarlo pero nada. No sé cómo ni en que momento, alguien fue a buscar una ambulancia y en unos 45 minutos cayó una Ford ranchero con cabina, de color blanca y con una licuadora encima. Se lo llevaron muerto.

El impacto fue terrible, todos le echábamos la culpa al vino. El Resero lo había matado. En nuestra mente quedó que el futbol y el vino no son buenos amigos, sin embargo este tipo solo jugaba cuando estaba pasado de copas.

Hace unos días y por cuestiones laborales el negro Mamaía volvió a mi mente. Me encontré con un familiar suyo y luego de rememorar anécdotas de la infancia,  me contó que Alberto era cardiaco de nacimiento, que en realidad tenía prohibido jugar al futbol y que correr mas de una cuadra era peligroso para su salud. Nunca le hizo caso, parecía que su vida fue parte de una elección.
Me quedé pensando que si Alberto se hubiese cuidado, sin fútbol, sin vino, al calor de una estufa y en la seguridad de las penumbras de su casa de Banfield, tal vez hoy estaría vivo.

Prefiero y celebro creer, que él eligió vivir así su vida, morir en un potrero en la llanura desaforada con el sol dándole en la jeta, con aliento a vino y metiendo un gol de antología para los pibes.


En memoria de Alberto “Mamaía” Torres, QEPD crack.