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domingo, 14 de junio de 2015

Acajutla, Maradona, el mágico González y el Escorihuela tinto

“Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña, ni un pico de gas, ni un molino. Tampoco una ciudad.”
Jorge Luis Borges- Biografía de Tadeo Isidoro Cruz- El Aleph (1949)

Acajutla es el puerto más importante de El Salvador. Pude conocer éste recóndito lugar de Centroamérica en un momento algo turbulento de su historia y mas allá de los hechos, recuerdo aquella ciudad porteña con un dejo de melancolía.
A finales de la década del ochenta y gracias a que pude hacer un par de viajes de ultramar en la marina mercante, mi cuerpo y mi espíritu andaban por aquella selva húmeda que miraba de reojo el Océano Pacífico. Por aquellos años la República de El Salvador era un sitio convulsionado. No entendía bien que sucedía, entre canciones de Rubén Blades y bandas locales de música tropical, escuchaba por la radio mensajes del ejército que pedía a la guerrilla que depusiera sus armas y se entregara pacíficamente.


Al bajar a puerto y caminar por el pueblo cercano, reconocí escenas que me llevaban a un sitio de mi prehistoria. Vi a niños descalzos, jugando en la calle juegos de los cuales no recordaba su nombre,  creo solo haber leído de su existencia en libros de la década del cincuenta.

Al ir caminando por la calle principal, de todos lados aparecía gente que quería venderme algo o en el mejor de los casos pedir limosna, recuerdo una mujer pequeña y arrugada que me mostraba un cartel escrito a mano en un inglés que no podía descifrar. Una muchacha muda algunos años mayor que yo, me ofrecía sus servicios de meretriz con una sonrisa ancha como el Rio de la Plata y tomándome la mano casi con vergüenza pretendía apartarme de la media docena de personas que me rodeaban.
Calor, humedad, coches viejos y destartalados, cerdos que iban y venían. Todo parecía un caos controlado e inofensivo pero a la vez ensordecedor. Cuando comencé a hablar en español, la mayoría se retiró en silencio y con un dejo de resignación, menos la muda y un muchacho de mi edad que me ofrecía el mejor café del mundo.

Aquel muchacho se llamaba Jorge Ibrahim Argüello, andaba con un costal de café tostado de unos 10 kilos al hombro, tratando de vender o hacer un trueque por algo que le sirviera. No recuerdo el precio, pero sí recuerdo que quería conseguir algunas botellas de vino argentino, del cual decía era fanático, o en su defecto cigarrillos. Luego de un rato llegamos a un acuerdo, un kilo de café por cada botella de vino. En el barco tomábamos un vino que se llamaba Escorihuela, un blend económico de buena factura y que se bebía muy fácil.

Mas allá de nuestra relación comercial  y con el correr de los días, nos hicimos amigos, él admiraba a Maradona y yo amaba al Mágico González, a los dos nos gustaba el café, el vino, la literatura y las mujeres. Para hacerle probar mi mercancía nos sentamos en la puerta de un kiosco de la calle principal en la cual había unos bancos rústicos hechos de tronco y una mesa improvisada.  Jorge consiguió unos vasos y mientras bebíamos, charlamos de futbol, de libros, de política y por supuesto de mujeres. El ritual se repetía cada día luego  del almuerzo. A mi lado con esa sonrisa que parecía no tener fin, todos los días se sentaba aquella muchacha muda, que aparecía de la nada, siempre con aspecto de recién bañada y oliendo a fresias, el pelo mojado, su impecable vestido floreado y unas sandalias franciscanas color suela. Yo miraba a Jorge como pidiendo explicaciones de su diaria presencia y siempre contestaba con la misma broma “es tu novia, no me mires a mi amigo, arréglense ustedes”.

Luego de unos días de charlas y chicanas deportivas,  concertamos un desafío futbolístico, yo iba con mi equipo de gordos cuarentones  y él con el suyo, la cita era en un descampado en un paraje cercano. La cancha era de tierra y casi todos los de su equipo jugaban en patas. Armamos un 6 contra 6 y el picado terminó en un baile terrible.  El primer tiempo fue parejo, pero el calor y la humedad impiadosos, nos quitaron piernas y terminamos pagando caro el esfuerzo físico. Los salvadoreños nos pegaron tremenda paliza, un 4 a 2 categórico, en el cual yo hice los 2 goles de mi equipo y Jorge anotó 1.

La felicidad que tenía ese muchacho no podré olvidarla jamás, parecía que terminaba de ganar la copa del mundo. Luego de terminado el juego, vino a saludarme e invitarme a una comida a la noche en su barrio, por supuesto que accedí, pero entre broma y realidad me dijo  “tu novia es bienvenida, pero por favor trae el vino” mientras señalaba a la muda que estaba sentada mirando el partido con unos niños.

A la noche en el barrio de Jorge, comimos cerdo asado, bebimos solamente vino con hielo y ante el requerimiento de todos, bailé con la muda hasta que el cuerpo no quiso mas.  La noche terminó en parranda y en algún momento me dormí en un banco a la intemperie. Desperté al amanecer en el regazo de aquella muchacha silenciosa y sonriente, que a esa altura, parecía mi ángel guardián, me despedí de ella con un beso en la frente y me fui a desayunar al barco.

Luego de dormir un rato, almorcé y partí con una botella de vino bajo el brazo hacia el pueblo, me dirigí al punto de encuentro de costumbre, había mucho por charlar y bromear. Frente al kiosco estaba  la muda esperando con su sonrisa, Jorge no había llegado, supuse que la resaca lo había retrasado. Los vasos estaban preparados, le pregunté a la muchacha por mi amigo pero no supe entender lo que quería explicarme, así que sin más, nos dispusimos a disfrutar del intenso calor húmedo de aquel mediodía de julio en el trópico salvadoreño.

Pasaron algunas horas y a lo lejos una unidad militar marchaba hacia nosotros, llamó mi atención pero no demasiado, ya había visto días anteriores algo similar. Algunos civiles arengaban y otros
mostraban su descontento. A lo lejos escuché la voz de Jorge “ ehhh amigo, me voy al monte unos días”. Se me heló la sangre, no entendía nada. Jorge vestido de fajina con un fusil al hombro caminando hacia la selva. Me levanté tan rápido como pude y sin soltar mi vaso de vino fui a su encuentro y en un acto reflejo y estúpido,  le ofrecí lo que tenía en mi mano casi a modo de venia.  Jorge le dio un sorbo y su rostro se iluminó al tiempo  que decía “que buenos vinos tienen carajo”. Le pedí que se quede con nosotros,  pero con una sonrisa y un movimiento de su cabeza,  me hizo entender que no podía, ni tampoco quería.

Lo acompañé en silencio unos 150 metros  hasta una valla que rezaba,  “no pasar de este punto, zona militar”.  Nos despedimos con un abrazo y con la promesa de volver a brindar por Maradona y el Mágico González.  Me quedé apoyado en la valla como quien espera que parta el último tren de la noche, antes de perderse en el sendero colmado de verde, aquel muchacho se dio vuelta y levantando la mano gritó “a la vuelta te doy la revancha al futbol”. Volví a mi lugar del kiosco, donde la muda esperaba, por primera vez en esos días su sonrisa se había diluido, tristemente su mirada parecía querer consolar la mía.

Me senté un rato mientras pensaba lo injusto que era que uno de los nuestros fuera a la guerra. Sentía que Jorge no iba a volver, que se perdería tanto futbol, tantos libros, tanto café, tantas charlas, tantas decepciones amorosas……tanto por vivir.
Me levanté despacio y miré por última vez el pueblo, la viejita con el cartel en inglés estaba sentada en el umbral de una puerta, los niños corrían empujando una rueda con un palo, los cerdos iban y venían como dueños de la calle, una mujer gorda con un vestido hawaiano se abanicaba en la esquina, tres hombres hablaban y bebían cerveza en la vereda de enfrente, la muda me miraba como sabiendo que sería la última vez que nuestras miradas se cruzarían.
Me despedí de todos diciendo “hasta mañana” y me dispuse a caminar los 5 kilómetros que me separaban del puerto.

Nunca mas volví a ver Jorge, ni a la muda, ni a Acajutla. Tampoco volví a ver esa etiqueta del Escorihuela tinto.