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miércoles, 8 de octubre de 2014

Valpo, la puta y el pinot de Undurraga



ODA A VALPARAÍSO
VALPARAÍSO, 
qué disparate
 
eres,
 
qué loco,
 
puerto loco,
 
qué cabeza
 
con cerros,
 
desgreñada,
 
no acabas
 
de peinarte,
 
nunca
 
tuviste
 
tiempo de vestirte,
 
siempre
 
te sorprendió
 
la vida….
 


Valparaíso es una ciudad fascinante desde cualquier punto que uno se ponga a observarla. Ya sea desde el mar, desde sus calles o desde sus cerros, parece tener un latido especial y autónomo.
La primera vez que estuve en esta ciudad corrían los tiempos del pinochetismo, si bien hacía poco se había levantado el toque de queda y se vivía una especie de primavera pre democrática, aún retumbaba todo el día y toda la noche, el taconear de las yuntas de carabineros que surcaban la ciudad de una manera intimidante.

Por aquellos años y por cuestiones del destino, yo me encontraba embarcado de tripulante en un barco mercante de ultramar.

En aquella primera visita, bajé a puerto al mediodía para recorrer la ciudad, visitar sus centros turísticos, disfrutar de su gastronomía porteña y conocer algunos bares. La recorrida terminaba en un lugar mítico cercano al puerto que congregaba a marinos de todas las nacionalidades. Y como se sabe, donde hay marinos, hay mujeres que quieren su dinero.
Aquel bar que les cuento, era uno de los típicos bares de marineros, lleno de banderas y banderines, recuerdos y souvenirs de todas partes del mundo, los hombres eran todos gringos y filipinos, los únicos lugareños parecían ser las chicas que caminaban el bar ligeras de ropas, incluso el tipo de la barra tenía aspecto de extranjero, nunca supe a ciencia cierta su nacionalidad ya que no hablaba, solo gruñía y bufaba cada tanto.

Entre tanta bebida disponible, a mí se me ocurrió la insólita idea de tomar vino. El Moncho Gómez me recomendó que tomara piscola y el chaqueño Villafañe me decía que le entrara al pisco sour, pero testarudo como siempre y recordando un cote de nuits que había probado hacía poco tiempo, tenía ganas de tomar un pinot. Pocos eran los vinos en exposición, pero uno llamó mi atención. La botella en forma de caramañola era llamativa y el nombre terminó decidiendo mi elección, la etiqueta rezaba PINOT DE UNDURRAGA. Cuando se lo pedí al cantinero me miró con sorpresa, tomó la botella polvorienta del anaquel con un dejo de resignación, le pasó un trapo húmedo y luego de destaparla me la dejó en mi sector de la barra junto con un vaso alto y grueso. El vino no estaba malo pero poco tenía que ver con eso que yo apenas conocía de pinot. Un tinto áspero, con cuerpo, notas de mentol y un paso por la boca que raspaba un poco, pensé en ese momento que así serían los pinots chilenos, muchos años después me enteré que el vino en cuestión tenía mucho de cabernet.

La noche transcurría y los tragos poco a poco mermaban mi caramañola, las chicas iban y venían, pero había una que resaltaba entre todas. Una petisa de piel trigueña con el pelo aclarado, de enormes pechos, culo chato y piernas tan fuertes que parecía que su taconear rajaba las baldosas a cada paso.
Leticia era la puta más bella que los bares del puerto de Valparaíso alguna vez vieron pasar, yo la conocí en el viejo Flamingo Rose, una fría noche de invierno a finales de la década del ochenta. 
Apenas se cruzaron nuestras miradas, esta especie de Penélope Cruz Araucana empezó a caminar hacía mi como una fiera que acecha a su presa, se me hizo un nudo en el estomago, pero aguanté estoicamente su mirada mientras se acercaba, al llegar me tomó del mentón y dijo: “¿Que hace un cabro como tú en un lugar como éste?”  Yo respondí como todo argentino canchero  “Te estuve buscando por todo el mundo y al fin pude encontrarte” ella replicó “tendrías que haber traído la billetera entonces” y todos nos reímos al unísono.
Leticia se acomodó en la barra a mi lado a fuerza de codazos, a los 20 segundos se dio cuenta que yo no era un cliente. Entre mi reticencia a las prostitutas y mi flaca billetera la ecuación era clara. No sé por qué motivo le caí en gracia a la chilena, la cuestión fue que hablamos como dos tortolitos por una hora y media, al enterarse que era músico me invitó a que nos fuéramos inmediatamente a ver a su hermano, que tocaba en un bar cercano con su banda de rock.

Caminamos unas cuadras y llegamos a un bar del cual no recuerdo su nombre, adentro había una veintena de personas y una banda sonando, mucho cemento, poca luz y una decoración inexistente, pero no importaba, yo solo tenía ojos y oídos para ella. Terminado el show fuimos a saludar a los músicos y Leticia me presentó a su hermano, ese acto casi íntimo, me hizo caer en la cuenta que nos habíamos conectado de alguna manera. Salimos del bar tomados de la mano, nos besamos en la plaza Sotomayor por un buen rato, mientras el frio nos helaba los huesos.

Ella decidió que pasáramos la noche juntos y no pude más que consentirla. La mañana nos encontró fríos y abrazados, mi barco esperaba, a ella un día más en Valpo.

El frio y la niebla no lograron hacerme perder el camino al puerto. Al fin de cuentas, todos los caminos terminan allí.